Consideren todos los camaradas hasta qué punto es ofensivo para la
Falange el que se la proponga tomar parte como comparsa en un movimiento
que no va a conducir a la implantación del Estado nacionalsindicalista,
al alborear de la inmensa tarea de reconstrucción patria bosquejada en
nuestros 27 puntos, sino a reinstaurar una mediocridad burguesa
conservadora (de la que España ha conocido tan largas muestras), orlada,
para mayor escarnio, con el acompañamiento coreográfico de nuestras
camisas azules.
(José Antonio Primo de Rivera)
Supo llegar al problema de España, al definirla por carencia, por vacío.
Al no poder decir que España era una zona geográfica o un determinado
proyecto histórico, dijo: España es una unidad de destino en lo
universal. Yo he utilizado este concepto varias veces. Él fue, además un
individio con una concepción estética de la política y de la muerte.
(Julio Anguita, en referencia a José Antonio)
La primera puñalada me atravesó las entrañas. De la segunda, sólo
recuerdo la hoja de la navaja, resplandeciente a la luz de la luna.
Luego, la sangre nubló mi mente. Creo que en se momento fue cuando perdí
el conocimiento.
Aquella noche, del verano de 1979, había salido a tomar unas copas por
Malasaña. Las calles estaban llenas de gente, jóvenes en su inmensa
mayoría, era el inicio de lo que después se conoció como la movida
madrileña. Yo estaba sólo, triste y dispuesto a emborracharme. Acababa
de cumplir sesenta y cuatro años, presentía que llegaba el principio del
fin. Franco, ese militar traicionero al que habíamos colocado en el
poder, ya estaba muerto. Reinaba la democracia, estrenábamos nueva
Constitución. La dicotomía histórica entre reforma y ruptura era cosa
del pasado, reclamado sólo por ultraizquierdistas, bohemios, vagos y
maleantes (cómo yo mismo).
Fueron dos chavalillos los que me pusieron la navaja en el costado,
obligándome a montarme en un Seat 124. En el asiento del copiloto,
alumbrado por la brasa intermitente del cigarrillo, reconocí a un
antiguo camarada, al que no veía desde hacía casi 20 años. Se llamaba
Arturo Rioyo, y era una mala bestia. Debía ser algo más joven que yo,
unos 5 o 6 años. Él, a diferencia de un servidor, no había estado
presente en el Teatro de la Comedia, en Madrid, el 29 de octubre de
1933, en el acto fundacional de la Falange Española.
Yo fui camisa vieja de la Falange. Tenía entonces 18 años, una confusa
ideología social-católica, y era muy influenciable. La personalidad de
José Antonio me fascinó desde el principio. Su oratoria, su elegancia
natural, su saber estar, sellaron el destino de muchos señoritos, hijos
de familias bien, que quisimos construir el nacionalsindicalismo. Las
izquierdas nos asustaban, por su anticlericalismo y porque, en realidad,
nos daba muchísimo miedo, el creciente empuje de la clase obrera.
Rechazábamos a las derechas tradicionales al igual que discutíamos con
nuestros padres, no comprendíamos cómo habían consentido y alimentado la
corrupción y el caciquismo durante el reinado de Alfonso XIII.
Durante aquella época, inmediatamente anterior al estallido de la guerra
civil, compartí tertulias y charlas interminables con los primeras
espadas de la Falange: Alfonso García Valdecasas, Agustín de Foxá,
Rafael Sánchez Mazas, Dionisio Ridruejo, Narciso Perales o Raimundo
Fernández-Cuesta. Tuve la oportunidad de conocer a los grandes poetas de
la izquierda: Rafael Alberti, García Lorca…
Nosotros, los falangistas, actuamos como fuerza de choque de las
derechas, reprimiendo a las izquierdas, que respondían también con
violencia. Aquello sí que fue la dialéctica de los puños y las pistolas.
Cuando ganó el Frente Popular, José Antonio y buena parte de los
dirigentes falangistas fueron encarcelados. Eso nos animó más a la hora
de unirnos al movimiento golpista que se estaba preparando.
Cuando dimos el golpe contra la República, aquel 18 de julio, yo estaba
en Madrid. Me sublevé con los militares en el cuartel de la Montaña. El
pueblo madrileño, tenaz y fiero, nos derrotó completamente, tomando el
cuartel y haciéndonos prisioneros. Me internaron en una checa. Allí
conocí a Domingo Dominguín, falangista como yo, preso como yo al haberse
levantado contra el Gobierno legítimo. Dominguín, que sabía más de toros
que todos los tomos de la Enciclopedia Cossío, consoló mis días y noches
de presidio, mientras afuera, España entera se desangraba.
A lo largo de toda mi vida, no he hecho más que arrepentirme. La culpa
era nuestra. Con nuestra ayuda y nuestro concurso, Francisco Franco se
convirtió en dueño y señor de la vida y de la muerte de todos los
españoles. Con nuestro apoyo, con nuestro aliento, con nuestras manos
señoritas manchadas de sangre, el gallego acribilló a cientos de miles
de españoles, convirtió nuestro país en un erial, arruinó el porvenir de
nuestros hijos. La Falange, orgullosa e ilusa, entregó un cheque en
blanco al general, que se apropió de nuestro partido, alimentando el
bolsillos y las ansias de grandeza de algunos jefazos, los
francofalangistas. Franco convirtió a Falange en un apéndice de su
propia maldad, un apéndice sumiso, presto a fusilar, a aterrorizar, a
acabar con la AntiEspaña.
El fusilamiento de José Antonio Primo de Rivera supuso un reforzamiento
de la posición política de Franco, constituyendo uno de los mayores
errores tácticos del bando republicano. Matando a José Antonio, la
República se mataba un poquito a sí misma. Franco, que pudo evitar la
ejecución y no quiso, eliminaba de un plumazo a una figura brillante
(que podía hacerles sombra), y a la vez, creaba un mito, que manipularía
durante 40 años. La desaparición del Ausente consolidaba la dictadura
del Presente.
Gracias a la inestimable colaboración de Manuel Delicado, dirigente
andaluz del PCE, unos cuantos, entre ellos Domingo Dominguín y yo mismo,
salvamos la vida y pudimos pasar a zona franquista. Delicado, al que
Dios tenga en su gloria, evitó que fuéramos víctimas de una saca, muy
frecuentes en esos tiempos. Las milicias obreras, que defendían la
democracia del fascismo, pagaban su natural enfado con los presos
facciosos. Franco bombardeaba su ciudad, asesinaba a sus niños, violaba
a sus mujeres, … La violencia sólo engendra violencia.
Una vez en nuestra zona, formé parte de varios piquetes de ejecución.
Allí, en mitad de la noche, enfundado en la camisa azul, aprisionado por
mil y un correajes, disparando fríamente contra otros seres humanos,
disfrutando incluso. Por entonces, surgió el denominado Decretó de
Unificación, que acabó definitivamente con la primitiva Falange,
engullida por el voraz Generalísimo. Nuestro Jefe Nacional, Manuel
Hedilla, heredero de José Antonio, no aceptó aquella imposición, se
rebeló y lo pagó con la cárcel y con la condena a muerte, finalmente
conmutada. Algunos, la mayoría, nos resignamos. Otros aceptaron de buena
gana el ser mamporreros del gallego.
La República murió en las cunetas. Nosotros, la canalla fascista,
ganamos, Era la hora de los vencedores y de los vencidos. No había
llegado la paz, había llegado la victoria. La venganza, la cruel y
maldita venganza. No tuve la suerte o la desgracia de ocupar ningún
cargo público. Desde el final de la guerra, me acostaba con la esposa de
un general, una señora refinada y católica, de misa diaria. Misa diaria
y polvo furtivo semanal, a oscuras, con prisas y suspiros. Amancebado
con una ricachona, uniformado con la camisa azul y la flamante boina
roja, recorría los cafés y los burdeles, sabedor de que habíamos pasao y
teníamos derecho a hacer los que nos viniera en gana.
Los rojos sobrevivían a duras penas. Sometidos al escarnio público,
humillados todo lo posible, conservaban todavía la dignidad. Nosotros,
borrachos de poder, conscientes de nuestra impunidad, perpetuábamos la
indecencia, permitíamos el crimen, lo cometíamos gustosamente. ¿Dónde
quedaba la poética de la Falange? Arrumbada en cualquier fosa común,
abandonada en alguno de los pueblos que recorrió la comitiva que
trasladó el cadáver de José Antonio desde Alicante hasta el pudridero de
El Escorial. Nunca un entierro segó tantas vidas.
En la clandestinidad, los comunistas se reorganizaban. También
conspiraban los disidentes falangistas, pronto conocidos como
hedillistas o auténticos. Dionisio Ridruejo, poeta y camisa vieja,
coautor del Cara al Sol, dimitió de sus cargos oficiales y se enroló en
la División Azul, todavía poseído por la furia anticomunista. Cuando
volvió, ya no era el mismo. Paso a paso, año a año, aquel falangistón
fue convirtiéndose en un opositor al régimen. Un encuentro casual con
Ridruejo, un fraternal abrazo y la promesa de una comida común, propició
el inicio de mi propia liberación. Amistad inquebrantable, sólo
interrumpida por sus destierros a Ronda o a Sant Cugat del Vallés,
recuerdos compartidos, sueños aplastados por la mediocridad franquista,
revoluciones pendientes que nunca llegaron a materializarse. Dioniso me
alejó del francofalangismo y me acercó a los hedillistas. Abandoné el
uniforme y me consagré a mi nuevo empleo (¿el primero?): corrector de
una editorial, propiedad de unos amigos de Dionisio.
Me doy cuenta de que, hasta ahora, no he hablado de mi estudios. Empecé
a estudiar Filosofía y Letras, y nunca la acabé. Siempre fui algo flojo,
de espíritu y de cuerpo, la pereza me dominaba. La guerra tampoco ayudó
mucho en la conclusión de la carrera. Tras la Victoria, sobreviví
gracias a mi amante, quedando completo el sustento con la caridad de
varios camaradas. Siempre fui un vividor, bebedor incorregible y cliente
asiduo de ciertas prostitutas. Intenté ser escritor y desfallecí en el
intento. No me publicaban nada, ni siquiera cuando contaba que era
camisa vieja.
Las reuniones secretas eran cada vez más frecuentes. Faltaría a la
verdad si no reconozco que sentíamos temor, pero en el fondo pensábamos
que si nos descubría la policía, no se atreverían a tocarnos ni un pelo.
No en vano, no éramos ni comunistas ni anarquistas, éramos falangistas,
puramente joseantonianos. Algo de razón teníamos. No era más fácil
actuar que a los rojos, había cierta tolerancia para con nosotros. Sólo
éramos una pandilla de niños traviesos. Nada más.
En una de aquellas reuniones tuvieron el disgusto de presentarme a
Arturo Rioyo. Era una persona francamente desagradable. Desastrado,
sucio, malhablado, el más auténtico entre los auténticos. Había hecho la
guerra en plena adolescencia, y fue en 1938 cuando se afilió a FET de
las JONS. A diferencia de muchos de nosotros, no procedía de la pequeña
burguesía, era un hombre del campo, hijo de jornaleros y jornalero él
mismo, bruto a ratos, culto y distinguido en otras ocasiones. Le habían
enchufado en los Sindicatos, donde fomentó diversas amistades que le
acercaron al hedillismo.
Desde el principio, se me pegaba mucho. Me veía como un mito. Lo que era
extraño, ya que no estábamos faltos de mitos. Acudía a nuestros
encuentros el médico Narciso Perales, Palma de Plata de Falange, el
mismo Ridruejo o Patricio González de Canales. Sin embargo, Rioyo sólo
me prestaba atención a mí. Ahora, con el pasar de los años y el devenir
de los acontecimientos, adivino que se trataba de un espía del poder,
que tenía encomendada la misión de vigilarme. Quizás mis relaciones
sexuales con la señora del general, mis primeros y torpes pasos en el
falangismo antifranquista, llamaban la atención en las altas esferas de
aquella podrida España.
Rioyo se convirtió en mi sombra. Me consiguió un puesto en una
constructora, que yo acepté gustoso. Me invitaba a copas, a putas y me
regalaba libros. Así, gracias a aquel individuo, amplié mi cultura
general y evolucioné políticamente. Ya no veía a los vencidos como
escoria, ya aceptaba su condición humana, presupuesto indispensable para
comprenderlos.
A finales de los años 40, yo permanecía soltero, instalado en la
treintena, tan juerguista como de costumbre, resentido con Franco y con
pequeños problemas de conciencia. Seguía siendo joseantoniano,
partidario de la revolución nacionalsindicalista, pero ya no me creía en
posesión de la verdad, la épica falangista me había decepcionado. El
desencanto era patente. Pero, por entonces, yo culpaba de todo a Franco,
y me olvidaba de sus viles lacayos de camisa azul. No me había dando
cuenta, no quería darme cuenta de que los ideales falangistas, irreales
y confusos, puros y prístinos, habían desembocado en la barbarie del
Caudillo. Cuando lo comprendí todo (si es que es posible entender todo
lo que ocurre en la vida de uno), ya era demasiado tarde. Nuestra hora
había pasado, los luceros se apagaban y en las montañas nevadas
esquiaban la flor y nata del franquismo sociológico.
Una mañana de 1952, a poco de cumplir treinta y siete años, me casé con
Diana Martí, hija de la alta burguesía catalana. La había conocido en
casa de Dionisio Ridruejo, el año anterior. Congeniamos bien,
compartíamos aficiones y aspiraciones, ella era casi socialdemócrata. Yo
ya tenía una edad, nunca fui ningún galán, y Diana apareció en el
momento preciso. A la boda acudió el antiguo falangista Domingo
Domiguín, hermano mayor del famoso Luis Miguel. Dominguito, genial
personaje, queridísimo amigo, acabó siendo comunista, a la vez que
cazaba con el terrible Camulo Alonso Vega.
El nepotismo funcionó a la perfección. Acabé de secretario de dirección
en la empresa del papá de Diana. Allí me topé de bruces con la clase
obrera. Conocí sus problemas, sus necesidades, los conocí físicamente.
Debido a ello, nunca fui un marxista de manual ni de academia. Aprendí
poco de política en los libros, ya que mi vida fue agitada y
polvorienta. Sufrí en mis carnes la vía falangista al comunismo. De José
Antonio a Karl Marx, haciendo escala en Manuel Hedilla. El burgués
arrepentido, el fascista que fusiló a decenas de obreros, el pasota que
se dio a la buena vida mientras media España moría de hambre y de frío,
transitaba hacia el socialismo.
Una parte de los obreros de la fábrica me trataban como a un enemigo.
Era lo natural y lo normal, objetivamente yo era su enemigo de clase.
Otro sector actuaba de forma sumisa, ya que yo era el yerno del amo,
llamado a dirigir la empresa en el futuro. Era evidente que, desde mi
posición social no podía acercarme a ellos. Mi identificación con los
vencidos iba en aumento, los defendía ante mi suegro, que era franquista
por comodidad, porque el franquismo había domado a la revoltosa clase
obrera de Cataluña.El señorito castellano volvía a soñar con la
revolución, aunando cristianismo y socialismo, bajo la égida inspiradora
de José Antonio.
Los sucesos de 1956, la revuelta universitaria dirigida por el Partido
Comunista, provocó el cese de dos ministros del régimen: el
democristiano y aperturista Ruiz Jiménez y el francofalangista Fernández
Cuesta. El rector de la Complutense, el también camisa vieja Pedro Laín
Entralgo, fue destituido, y mi amigo Dionisio Ridruejo fue encarcelado.
El pobre de Dionisio descubrió en la cárcel que aquellos arcangélicos
estudiantes que querían reformar la universidad (Fernando Sánchez Dragó,
Enrique Múgica Herzog, Javier Pradera) eran militantes clandestinos del
PCE. Ahí lo tenían: uno de los fundadores de Falange Española, amigo
íntimo del Ausente, compositor de algunas estrofas del Cara al Sol,
colaboraba con el comunismo internacional para intentar reformar la
postrada universidad franquista. Las cosas estaban cambiando, y muchos
lo vieron. Llegaba el momento de tirar los uniformes, de maquillar la
propia biografía, de esconder los trastos de matar debajo de la cama. En
el futuro, los demócratas de toda la vida saldrían hasta de debajo de
las piedras, floreciendo como setas salvajes.
No se puede negar la mayor, ya que se cometería perjurio. Hubo gente,
como Ridruejo o Ruiz-Gimenéz, cuya conversión a la causa democrática fue
sincera. De otros muchos, no se podría decir lo mismo. Si nos portamos
bien y somos políticamente correctos, diremos que España estuvo llena de
antifranquistas. Pero eso no es verdad, el régimen del gallego lavó bien
los cerebros de varias generaciones de compatriotas, inoculándoles el
virus del franquismo sociológico. La Transición, posiblemente la mayor
estafa de toda nuestra historia, consolidó el oprobio, aprobó la
amnesia, instituyó la amnistía de los criminales franquistas. Yo también
fui un criminal franquista, un asesino de rojos al servicio del
Criminalísimo.
Desde la boda, vivía en Barcelona, por lo que dejé de ver a los
camaradas hedillistas y , sobre todo, a Arturo Rioyo. Abandoné mi
antigua afición por la bebida, conseguí libros prohibidos y pude hacer
amistad con algunos trabajadores. La vida transcurría plácida y feliz,
hasta que mi mujer perdió el hijo que esperábamos, entrando en una
fuerte depresión. Los problemas empezaron a acumularse, la vida diaria
era un infierno, por lo que regresé a la bebida y a las damas del barrio
Chino.
El día que amanecí con 44 años, 44 largos años de vida con uno mismo,
llevaba encima una resaca portentosa, la peor que he soportado nunca.
Aquella jornada no acudí a la fábrica, me quedé en casa, rumiando mi
derrota. También era un vencido, era uno de ellos, la Victoria también
se había cebado conmigo. Comprendí que debía hacer algo. Debía devolver
al pueblo trabajador una pequeña porción de lo que le había arrebatado.
Días más tarde tuve una reunión con Ridruejo. Se encontraba en la
cárcel, acusado de fundar el grupo Acción Democrática. Salí de aquella
visita totalmente hundido, Dionisio me parecía un moderado. La
casualidad, la bendita casualidad, provocó que me encontrara con Domingo
Dominguín. Tras los whiskys de rigor, me invitó a su casa donde
charlamos durante horas. Dominguito descubrió mis más profundos
pensamientos, me tanteó sabiamente e inició mi captación.
Aquel fue el primero de mis contactos con el PCE. De la mano de un
torero, exfalangista como yo, acabé militando en el partido que
encabezaba la vanguardia de la clase obrera en este país. Milité en el
partido hasta 1978, año en el que me di de baja para ingresar en el PTE.
Tras la defenestración de Santiago Carrillo, volví a militar en el PCE,
en el que permanezco en la actualidad. Como ven, el camisa vieja también
fue maoísta.
Los 60 fueron prodigiosos. Mis endebles huesos de señorito pisaron la
prisión de Carabanchel en tres ocasiones. Permanecí preso durante 4
años, 8 meses y 13 días, en total. Acabé separándome de mi esposa y tuve
una relación más o menos seria con la madame de un burdel. No he podido
abandonar los bajos fondos, su sordidez me encanta, el aliento del
peligro me ha atraído desde zagal. He sido el rey de las barras
americanas, he probado todo tipo de drogas, pero además he sido un
militante disciplinado, cumplidor y fiel a la causa. La revolución y el
deseo, que diría aquel.
Trabajé en todo lo que pude: fui camarero, albañil, vendedor de
enciclopedias a domicilio. Hasta fui chulo, sin proponérmelo. La vida da
muchas vueltas, que vueltas que da la vida.
En Carabanchel pude abrazar a Marcelino Camacho, fundador de Comisiones,
soldado del ejército republicano, que vivió más de una década entre los
muros de los penales franquistas. Todos comíamos de los pucheros
gigantescos que preparaba su esposa Josefina, aquella mujer de una
pieza.
Sorteé las inclemencias de la vida como pude, a salto de mata. Pero,
algunos inclementes, algunos fascistas nunca me perdonaron. Arturo Rioyo
no perdona una ofensa. Para él fue una ofensa el hecho de que me negara
a concederle un préstamo para permitirle hacer frente a sus deudas. Mi
relación con Diana se estaba resquebrajando (debió de ser por 1958 o 59)
y yo no podía permitirme esas alegrías con unos dineros que no eran
míos. Que desfachatez la suya: él, agente del poder, que me espiaba y
controlaba, que se había infiltrado en la Falange Auténtica, se atrevía
a pedirme un préstamo. Que se lo pidiera a Girón de Velasco o a Esteban
Bilbao.
Cuando aquellos dos muchachos me apalearon y apuñalaron en plena Casa de
Campo, bajo la atenta mirada del maldito Rioyo, la ofensa del pasado fue
vengada. Parece ser que Rioyo era uno de los gerifaltes de los
Guerrilleros de Cristo Rey, un matón del búnker. No me mato de milagro.
Aún me duelen aquellas dos puñaladas fascistas. Paradójico, ¿no creen?
El falangista arrepentido apuñalado por dos de su misma calaña.Esas
bandas gangsteriles sembraron la Transición de cadáveres, desmontando la
visión idílica que han impuesto los medios de comunicación.
Nos volvieron a vencer. Murió el caimán, pero nos dejó a toda la
parentela. No estuve de acuerdo con la actitud pactista del PCE,
dominado férreamente en esos días por Santiago Carrillo. El
eurocomunismo fue un camelo, una triste chuchería que nos vendieron y
que enterró el historial de lucha del comunismo español. La Constitución
sólo perpetuó la Victoria, dulcificándola. De nuevo, vencedores y
vencidos.
Ahora, cuando soy un viejo, algo chocho, vivo en un país gobernado por
un partido que se dice socialista. El presidente, un cuarentón
sevillano, representa a la perfección a esta nueva España democrática.
Mucha fachada, mucho rojerio de boquilla, pero en el fondo la misma
mierda de siempre. Mucho Borbón, mucho bribón.
Sólo espero la muerte. Todavía no ha llegado el fin, cómo preveía en el
79, pero la parca está cerca. Me busca. Ha llegado el momento de que
expié mis pecados. Nunca he dejado de ser católico. Algo rebelde. Eso
sí.
En el cielo, espero encontrar a José Antonio, tener la oportunidad de
hablar con él. Estoy seguro de que si no hubiera muerto, todo sería
distinto. Es algo absurdo, la vida y la muerte de un país no pueden
depender de un solo hombre. Pero no lo olviden, soy un sentimental,
siempre lo he sido.